jueves, 13 de octubre de 2011

No tienen ni puta idea

No tienen ni puta idea
Por Enrique Martin
Abonado de la plaza de Madrid, las Ventas y aspirante a buen aficionado


La soledad del banderillero ¿y la soledad del aficionado?

Uno a veces tiene que contar diez veces hasta diez antes de abrir la boca o coger el teclado para escribir. Esta tarde mientras enredaba leyendo otros blogs taurinos he podido “deleitarme” con las opiniones de Julia Otero, igual que en otras ocasiones lo hago con las de Pilar Róala o cuando entro en facebook y veo como amigos míos no dudan en llamar a los aficionados a los toros “canallas”, “desgraciados” y no se cuántas más lindezas. Amigos que conocen perfectamente mis inclinaciones taurinas, la forma en que yo lo vivo y mi forma de desenvolverme en la vida, mi vida familiar y mis opiniones más personales. En esos momentos lo primero que me pide el cuerpo es darles un toque de atención y pedirles explicaciones, pero ¿para qué? En ese momento en que tienen toda la razón encima de ellos, seguro que no están para escuchar las memeces de un sádico y salvaje aficionado a los toros.

Pero a mí me gustaría saber cómo han llegado a esas conclusiones en las que nos ven como verdaderos monstruos. En primer lugar se creen los únicos amantes de los animales y de la naturaleza. Para ellos esto se traduce en tener un bicho en casa, sin preocuparse si ese bicho puede vivir en un piso de 60 metros, en una ciudad como Madrid, con una vida social que se reduce a salir a mear por la mañana y por la noche, cinco minutos cada vez. Ellos aman a los animales porque les ponen nombre, les dan de comer chuches y les dejan dormir junto a la calefacción. No se paran a pensar si ese animal es un perro siberiano que vive el verano de Madrid, con 40 grados por el día y 30 por la noche, ni si debe hacer ejercicio o no. Y estos mismos son los que cuando salen al campo quieren demostrar su entusiasmo pegando voces a los cuatro vientos, para que los pobres pajarillos y demás criaturas del campo se enteren de lo que están disfrutando al aire libre. Los mismos que dejan suelto a su perro y que ríen a carcajadas cuando un niño llora y se asusta al ver como se le viene encima. Con el que “no hace nada”, lo arreglan todo. Pero ellos sí que tienen sensibilidad.

El aficionado al toro suele ser un ser inclemente, cruel y sádico que de vez en cuando arrastra a su familia al campo, a pasear tranquilamente, a ver toros en silencio y sin molestar a los animales y como mucho a hacerles fotos. Intentar enseñar a sus hijos el respeto y el amor por un animal único en la naturaleza, el mismo que luego vez en la plaza y al que su padre o su madre o los abuelos llaman bonito cuando esperan que se arranque de lejos al caballo o a la muleta del torero. Ese animal al que aplauden hasta romperse las manos cuando es homenajeado con una vuelta al ruedo.
Estos señores no entienden que el aficionado vaya a los toros y que se ponga de parte del toro, pero no deseando ningún mal para el torero, de quien esperan y desean con todas sus fuerzas que salga triunfador. No entienden estas contradicciones, o se es blanco o negro, para ellos no hay matices. O se es cruel por ir a ver como se lidia un toro o se es un santo por ponerle calcetines de lana en invierno. Ellos creen que nos divertimos y que montamos la juerga padre al ver como sangra en el caballo, como le clavan las banderillas y como acaba muerto a estoque. Pero ¿cómo pueden ser tan ignorantes y tan retorcidos? Y por si esto fuera poco, no nos creen capaces de tener un buen sentimiento ni con nuestros hijos. ¿Qué clase de pensamientos esconden en sus humanistas y pervertidas mentes? ¿Se han parado alguna vez a intentar comprender o simplemente conocer nuestros sentimientos? Yo podría pensar que teniendo esta visión tan simplista del mundo y de la vida, todos son imbéciles, pero no lo pienso. Me vale con creer que no les gustan las corridas de toros, igual que a mí no me gusta el gazpacho. Es más, en muchos casos me asombraría enormemente que les pudiera gustar esto de la fiesta de los toros. Si tengo un amigo argentino, que nunca ha ido a una plaza, que nunca ha visto el toro en el campo y que nunca ha tenido a nadie que le haya llevado de la mano a mostrarle este mundo, ¿cómo puedo esperar que se haga aficionado de la noche al día? Es más, hasta soy capaz de entender que no le resulte agradable ver como muere un animal, pero ahí acaban mis reflexiones sobre él; allá cada uno con sus ideas y con sus inquietudes.
Pero estos señores no. Se construyen su idea en su cabeza y a partir de ahí tejen una madeja en la que no cabe más información que sus creencias. Y esta falta de datos, necesariamente tiene que ser suplida con lo que genere su ignorancia, sus prejuicios y con lo que se supone que debe pensar una mente moderna y progresista, que tiene tan asumido el confort en que vive el ser humano, que dan un paso más y pasan a preocuparse casi de forma enfermiza de los animales. Animales a los que se les dota de atributos propios del ser humano, sin pararse a pensar en si esto es bueno o malo para su “mascota”. Y si no piensan en la “mascota”, no esperemos que piensen en el ser humano.
Realmente a veces me dan miedo. Me asusta ver con que vehemencia y con qué odio se dirigen a los que se supone que son sus semejantes, como se ríen y disfrutan cuando un torero resulta herido o algo peor y como disfrutan y hasta brindan con champán en la jeta de quien en ese momento está sufriendo. Pero si no entienden nada de lo que es la fiesta de los toros, de la afición y del porque de todo esto, ¿Cómo van a entender el sufrimiento? Como bien dice en alguna de sus entradas Juan Medina, los nazis sentían el dolor de los animales, pero no se planteaban el del ser humano. Con una mano acariciaban a su perro, mientras que con la otra apretaban el gatillo.Es tanta la simpleza y la ignorancia que se creen que viven en el mundo de Disney, de repente desaparecen las corridas de toros, los malvados taurinos se marchan y dejan a los afables toros con su familia bovina viviendo en extensas y fértiles dehesas. ¿Cómo se puede tener y alimentar un pensamiento tan pazguato? Y lo mismo se creen que esos malvados taurinos se marcharán por el mundo a seguir de fechoría en fechoría. Pues no, seguramente que los que cuidan los toros, como los aficionados que acaban de trabajar, como los que están en el paro, como los que no tienen necesidad de trabajar, estarán esperando el momento en que lleguen sus hijos, sus nietos o sus sobrinos para abrazarlos, llenarlos la cara de besos y apachurrarlos contra su pecho y a lo mejor hasta se pondrán a jugar al toro con ellos, imitando a los grandes del toreo con una toalla, una camisa, un paño de cocina o con el mantel. Así somos señores antis, ni tan retorcidos, ni tan simples. Somos tan complicados y contradictorios como cualquier ser humano, ni somos malos, malos, ni buenos, buenos. Pero total, a ustedes qué más les da, si no tienen ni puta idea.

miércoles, 5 de octubre de 2011

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL DEL PERÚ SENTENCIA A LA TAUROMAQUIA COMO CULTURA




La culta sentencia del Tribunal Constitucional del Perú, por el DR JAIME DE RIVERO.

"A través de una histórica sentencia, el Tribunal Constitucional acaba de establecer el carácter cultural de las corridas de toros en el Perú. Ello no debiera sorprender a nadie pues siempre han sido consideradas como tradición peruana, mereciendo la calificación de "cultural" para sucesivas exoneraciones tributarias.
Sin embargo, este criterio se modificó hace seis años, cuando este Tribunal, influenciado por agentes antitaurinos, emitió una sentencia arbitraria, abusiva e inconstitucional en contra de las corridas de toros.
Aquella vez, sin ser materia de proceso, el Tribunal interpretó que la tauromaquia no era arte ni formaba parte de la cultura peruana, desconociendo cinco siglos de historia como a los millones de compatriotas que practican esta costumbre en cientos de pueblos del interior.
Para consumar este despropósito, se pontificaron todas las barbaridades que se divulgan contra la fiesta y se recurrieron a los métodos más vedados en materia probatoria y análisis jurídico (encuestas, datos falsos, omisiones, etc.), sin considerar ni un solo argumento de defensa.
Pues el mismo Tribunal, integrado ahora por magistrados honorables e imparciales, ha cumplido su misión de dictar justicia. Atendiendo a fundamentos históricos, culturales y jurisprudenciales, ha rectificado el lamentable fallo, asumiendo una posición favorable a la fiesta.
Esta sentencia es trascendental para la protección de la tradición taurina peruana y constituye un aporte valioso para su defensa global, en la medida que:

1. Establece que es una manifestación cultural y artística que se ha incorporado a nuestra cultura mestiza y forma parte de la diversidad cultural del Perú. Así, se rechaza la tesis "nacionalista" que niega esta tradición por su origen hispánico. Al fundamentar su voto, el magistrado Vergara Gotelli sostuvo que negar el carácter cultural constituye una negación a nuestra propia historia.

2. Establece su carácter cultural precisando que, no porque algunos reprueben dicha actividad, puede dejar de tener la condición de cultural.

3. Establece que quien esté en desacuerdo no está obligado a asistir, como también debe ser libre y voluntaria la concurrencia, por ejercicio en ambos casos, del derecho al libre desenvolvimiento de la personalidad que se deriva de la dignidad humana.

4. Decreta que no podrá alegarse la afectación a derecho constitucional alguno por la sola oferta de los espectáculos taurinos, mientras no se coaccione la asistencia a ellos.

5. Consolida la jurisprudencia regional, al asumir y validar los argumentos aportados por la Corte Constitucional de Colombia en la sentencia C1192/05 del año 2005, que estableció que aún cuando el rito taurino pone en peligro la integridad del torero, se infringe dolor y se sacrifica el toro, dichas manifestaciones no corresponden a actos de violencia, crueldad, salvajismo o barbarie, sino a demostraciones artísticas, y si se quiere teatrales, de las disyuntivas constantes a las que se enfrenta el quehacer humano: fuerza y razón, arrojo y cobardía, vida y muerte.

6. Impide toda iniciativa legislativa que pretenda la prohibición o restricción de las corridas de toros, obligando a las autoridades a someterse a las interpretaciones y consideraciones expresadas en la sentencia. Por consiguiente, tampoco podrá proceder la restricción de ingreso a menores de edad que existe en algunos países.

7. Permite que las corridas de toros sean declaradas Patrimonio Cultural Inmaterial conforme a la Ley 28296. En virtud a dicha norma, el Estado debe adoptar medidas para su protección y promoción, al igual que cualquier otro bien del patrimonio cultural.
En virtud a la sentencia y en aplicación de la presunción legal contenida en la citada ley, las corridas de toros ya constituyen patrimonio cultural inmaterial del Perú. Corresponde obtener su declaración formal por parte del Ministerio de Cultura, a fin de que se active el deber de protección y promoción en referencia.

8. Atendiendo a este deber, el Estado se encuentra impedido de fomentar y contribuir con la actividad antitaurina, que pretende destruir parte del patrimonio cultural del Perú.

9. Permite la concesión de beneficios tributarios, atendiendo a su carácter cultural.

El reconocimiento de las corridas de toros como tradición cultural en el Perú es un respaldo importante en momentos en que en el Ecuador se pretende restringir su celebración a través de un referéndum promovido por intereses políticos. En el plano nacional, la sentencia fortalece a la fiesta, cuyo auge en provincias es inmenso. Al reconquistar su carácter cultural a nivel normativo, se hace mucho más difícil que en el futuro, el mismo Tribunal reconsidere la posición antitaurina, ya que ese vaivén jurisprudencial lo único que provocaría es la pérdida de legitimidad y el desprestigio del más alto tribunal de justicia del país".

viernes, 30 de septiembre de 2011

D. MARIO VARGAS LLOSA APOYA EL PROYECTO TAUROMAQUIA-UNESCO

D. Mario Vargas LLosa, Premio Nobel de Literatura, ha manifestado su total apoyo a la Declaración de la Tauromaquia como Patrimonio Cultural Inmaterial que viene promoviendo la Asociación Internacional de Tauromaquia (AIT), junto con la Asociación de Presidentes de Plazas de Toros de España y el Observatorio de Culturas Taurinas de Francia.

El Presidente de la AIT,  D. Williams Cárdenas Rubio, precursor de esta importante iniciativa, recibió del escritor peruano su conformidad con esta reivindicación, adhiriéndose a la petición pública que ya ha sido firmada por miles de personas  de todas partes del mundo.

Este apoyo avala  los decretos  que comenzaron en la ciudad de Toro y se extendieron por distintas localidades de Zamora, Madrid, Salamanca, Valladolid, y mas recientemente en Cádiz, en el emblemático Puerto de Santa María, que en España han declarado la Tauromaquia y sus festejos taurinos como Patrimonio Cultural Inmaterial de conformidad con la Convención de la Unesco, así como la reciente petición que han formulado los aficionados mexicanos de Contoromex al Instituto de Antropología e Historia de México.

Asimismo, refuerza la reciente declaración de la República de Francia y los pasos que en la misma dirección se dan en Venezuela, Colombia, Ecuador y Perú, donde el Tribunal Supremo acaba de afirmar que la Tauromaquia forma parte del Patrimonio Cultural del pueblo peruano.

Indudablemente que el apoyo de D. Mario Vargas Llosa constituye un sobresaliente  respaldo  a la petición  de los aficionados a la Fiesta de los Toros, para  lograr que la Tauromaquia reciba el reconocimiento que le corresponde como elemento destacado de la cultura universal. 


lunes, 26 de septiembre de 2011

ANÁLISIS: La Monumental echa el cerrojo - LO QUE PERDEMOS

ANÁLISIS: La Monumental echa el cerrojo LO QUE PERDEMOS
Un retroceso moral
FRANCIS WOLFF
 
La fiesta de los toros es una de las creaciones más originales de la cultura hispánica, y es a la vez portadora de los valores humanos más universales: coraje, grandeza, vergüenza, lealtad, ritual de la muerte, dominio de la animalidad dentro del hombre y fuera de él, creación de belleza a partir de su contrario, el caos y el miedo. ¿Sería posible que esa invención cultural original sucumbiese a un conformismo que apenas tiene la apariencia de universalidad, la universalidad sin sabor de McDonald o de Coca-Cola? Si algún día las corridas de toros desapareciesen sería una gran pérdida para la humanidad y para la animalidad.
Estaríamos ante una pérdida cultural y estética, por supuesto, pero también ante un quebranto ético. A algunos, la prohibición de la tauromaquia les parece un "progreso" de la civilización. Mera apariencia. El animalismo no es una extensión de los valores humanistas, sino su negación: porque, intentando alzar a los animales hasta el nivel en el que debemos tratar a los hombres, necesariamente rebajamos a los hombres al nivel en el que tratamos a los animales.
No niego que tengamos deberes hacia los animales. Es inmoral traicionar las relaciones de afecto que mantenemos con nuestros animales de compañía. A los animales domésticos, que son criados por su carne, su lana o su fuerza de trabajo, es inmoral tratarlos como "objetos", como se hace en las escandalosas formas de ganadería industrial mecanizadas; pero aceptamos que es moral matarlos. Y con los millones de especies de animales salvajes que pueblan océanos, montañas y bosques tenemos deberes ecológicos, como el respeto de los ecosistemas o de la biodiversidad.
El toro de lidia no entra en ninguna de esas categorías. No es un animal salvaje, puesto que es criado por el hombre, ni un animal doméstico, puesto que cualquier tauromaquia supone la preservación de su instinto natural de hostilidad hacia el hombre llamado "bravura". Para este animal, una vida conforme a su naturaleza insumisa e indomable debe ser una vida libre y natural, y una muerte conforme a su naturaleza de animal bravo debe ser una muerte en la lucha contra aquel que atenta contra su libertad y le contesta a su supremacía en su propio terreno. Vivir libre y morir luchando es el destino del toro de lidia.
Cualquiera prohibición sería un retroceso moral. El sentido y el valor de la corrida de toros descansan sobre dos pilares: la lucha del toro que no debe morir sin haber podido expresar sus facultades ofensivas o defensivas; y el compromiso del torero, que no puede afrontar a su adversario sin jugarse la vida. El deber de arriesgar la propia vida es el precio que uno tiene que pagar para tener el derecho a matar al animal respetado, en vez de sacrificarlo de una manera oculta y mecanizada.
Entretanto, debemos confesarlo: ningún argumento podrá jamás convencer a los que representan la corrida como la tortura de un animal inocente. Ni que en su lucha exprese su naturaleza de animal bravo, ni que queriendo evitar la muerte de unos cuantos se condena en realidad a toda la especie, ni la comparación entre la corta y abyecta vida de las terneras criadas en batería y los toros criados en plena libertad... les convencerá. Estos argumentos serán siempre insuficientes ante la reacción inmediata y pasional del que se indigna y grita "¡No, eso no!".
Es cierto que a esta reacción los aficionados oponen muchas veces su propia pasión. Podríamos quedarnos en esa oposición de pasiones si ellas mismas se quedarán ahí. Pero el problema es que una de ellas exige la prohibición de la otra. Y aquí es donde el papel del político debe ser el de mantenerse razonable diciéndose: "Si algún día las corridas de toros desaparecen, será porque ya no despiertan pasión alguna. Hasta ese momento es prudente dejar a cada cual con su pasión y hacer que prevalezca el principio de libertad".
Francis Wolff es catedrático de Filosofía de la Universidad de París y autor de Filosofía de las corridas de toros.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Torear y otras maldades por Mario Vargas LLosa, Premio Nobel.


Columna de Vargas Llosa: Torear y otras maldades

“Lo que no es tolerable es la prohibición, algo que me parece tan abusivo y tan hipócrita como sería prohibir comer langostas o camarones con el argumento de que no se debe hacer sufrir a los crustáceos (pero sí a los cerdos, a los gansos y a los pavos”
Publicado en el diario "EL Comercio" el domingo 18 de abril de 2010 
Por Mario Vargas Llosa, Premio Nobel.
El intento de prohibir las corridas de toros en Barcelona ha repercutido en medio mundo y, a mí, me ha tenido polemizando en las últimas semanas en tres países en defensa de la fiesta ante enfurecidos detractores de la tauromaquia. La discusión más encendida tuvo lugar en la noche de Santo Domingo —una de esas noches estrelladas, de suave brisa, que desagravian al viajero de la canícula del día—, en el corazón de la Ciudad Colonial, en la terraza de un restaurante desde la que no se veía el vecino mar, pero si se lo oía.
Alguien tocó el tema y la señora que presidía la mesa y que, hasta entonces, parecía un modelo de gentileza, inteligencia y cultura, se transformó. Temblando de indignación, comenzó a despotricar contra quienes gozan en ese indecible espectáculo de puro salvajismo, la tortura y agonía de un pobre animal, supervivencia de atrocidades como las que enardecían a las multitudes en los circos romanos y las plazas medievales donde se quemaba a los herejes. Cuando yo le aseguré que la delicada langosta de la que ella estaba dando cuenta en esos mismos momentos y con evidente fruición había sido víctima, antes de llegar a su plato y a sus papilas gustativas, de un tratamiento infinitamente más cruel que un toro de lidia en una plaza y sin tener la más mínima posibilidad de desquitarse clavándole un picotazo al perverso cocinero, creí que la dama me iba a abofetear. Pero la buena crianza prevaleció sobre su ira y me pidió pruebas y explicaciones.
Escuchó, con una sonrisita aniquiladora flotándole por los labios, que las langostas en particular, y los crustáceos en general, son zambullidos vivos en el agua hirviente, donde se van abrasando a fuego lento porque, al parecer, padeciendo este suplicio su carne se vuelve más sabrosa gracias al miedo y el dolor que experimentan. Y, sin darle tiempo a replicar, añadí que probablemente el cangrejo, que otro de los comensales de nuestra mesa degustaba feliz, había sido primero mutilado de una de sus pinzas y devuelto al mar para que la sobrante le creciera elefantiásicamente y de este modo aplacara mejor el apetito de los aficionados a semejante manjar. Jugándome la vida —porque los ojos de la dama en cuestión a estas alturas delataban intenciones homicidas— añadí unos cuantos ejemplos más de los indescriptibles suplicios a que son sometidos infinidad de animales terrestres, aéreos, fluviales y marítimos para satisfacer las fantasías golosas, indumentarias o frívolas de los seres humanos. Y rematé preguntándole si ella, consecuente con sus principios, estaría dispuesta a votar a favor de una ley que prohibiera para siempre la caza, la pesca y toda forma de utilización del reino animal que implicara sufrimiento. Es decir, a bregar por una humanidad vegetariana, frutariana y clorofílica.
Su previsible respuesta fue que una cosa era matar animales para comérselos y así poder sustentarse y vivir, un derecho natural y divino, y otra muy distinta matarlos por puro sadismo. Inquirí si por casualidad había visto una corrida de toros en su vida. Por supuesto que no y que tampoco las vería jamás aunque le pagaran una fortuna por hacerlo. Le dije que le creía y que estaba seguro que ni yo ni aficionado alguno a la fiesta de los toros obligaría jamás ni a ella ni a nadie a ir a una corrida. Y que lo único que nosotros pedíamos era una forma de reciprocidad: que nos dejaran a nosotros decidir si queríamos ir a los toros o no, en ejercicio de la misma libertad que ella ponía en práctica comiéndose langostas asadas vivas o cangrejos mutilados o vistiendo abrigos de chinchilla o zapatos de cocodrilo o collares de alas de mariposa. Que, para quien goza con una extraordinaria faena, los toros representan una forma de alimento espiritual y emotivo tan intenso y enriquecedor como un concierto de Beethoven, una comedia de Shakespeare o un poema de Vallejo. Que, para saber que esto era cierto, no era indispensable asistir a una corrida. Bastaba con leer los poemas y los textos que los toros y los toreros habían inspirado a grandes poetas, como Lorca y Alberti, y ver los cuadros en que pintores como Goya o Picasso habían inmortalizado el arte del toreo, para advertir que para muchas, muchísimas personas, la fiesta de los toros es algo más complejo y sutil que un deporte, un espectáculo que tiene algo de danza y de pintura, de teatro y poesía, en el que la valentía, la destreza, la intuición, la gracia, la elegancia y la cercanía de la muerte se combinan para representar la condición humana.
Nadie puede negar que la corrida de toros sea una fiesta cruel. Pero no lo es menos que otras infinitas actividades y acciones humanas para con los animales, y es una gran hipocresía concentrarse en aquella y olvidarse o empeñarse en no ver a estas últimas. Quienes quieren prohibir la tauromaquia, en muchos casos, y es ahora el de Barcelona, suelen hacerlo por razones que tienen que ver más con la ideología y la política que con el amor a los animales. Si amaran de veras al toro bravo, al toro de lidia, no pretenderían prohibir los toros, pues la prohibición de la fiesta significaría, pura y simplemente, su desaparición. El toro de lidia existe gracias a la fiesta y sin ella se extinguiría. El toro bravo está constitutivamente formado para embestir y matar y quienes se enfrentan a él en una plaza no solo lo saben, muchas veces lo experimentan en carne propia.
Por otra parte, el toro de lidia, probablemente, entre la miríada de animales que pueblan el planeta, es hasta el momento de entrar en la plaza, el animal más cuidado y mejor tratado de la creación, como han comprobado todos quienes se han tomado el trabajo de visitar un campo de crianza de toros bravos.
Pero todas estas razones valen poco, o no valen nada, ante quienes, de entrada, proclaman su rechazo y condena de una fiesta donde corre la sangre y está presente la muerte. Es su derecho, por supuesto. Y lo es, también, el de hacer todas las campañas habidas y por haber para convencer a la gente de que desista de asistir a las corridas de modo que estas, por ausentismo, vayan languideciendo hasta desaparecer. Podría ocurrir. Yo creo que sería una gran pérdida para el arte, la tradición y la cultura en la que nací, pero, si ocurre de esta manera —la manera más democrática, la de la libre elección de los ciudadanos que votan en contra de la fiesta dejando de ir a las corridas— habría que aceptarlo.
Lo que no es tolerable es la prohibición, algo que me parece tan abusivo y tan hipócrita como sería prohibir comer langostas o camarones con el argumento de que no se debe hacer sufrir a los crustáceos (pero sí a los cerdos, a los gansos y a los pavos). La restricción de la libertad que ello implica, la imposición autoritaria en el dominio del gusto y la afición, es algo que socava un fundamento esencial de la vida democrática: el de la libre elección. La fiesta de los toros no es un quehacer excéntrico y extravagante, marginal al grueso de la sociedad, practicado por minorías ínfimas. En países como España, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, el Perú, Bolivia y el sur de Francia, es una antigua tradición profundamente arraigada en la cultura, una seña de identidad que ha marcado de manera indeleble el arte, la literatura, las costumbres, el folclor, y no puede ser desarraigada de manera prepotente y demagógica, por razones políticas de corto horizonte, sin lesionar profundamente los alcances de la libertad, principio rector de la cultura democrática.
Prohibir las corridas, además de un agravio a la libertad, es también jugar a las mentiras, negarse a ver a cara descubierta aquella verdad que es inseparable de la condición humana: que la muerte ronda a la vida y termina siempre por derrotarla. Que, en nuestra condición, ambas están siempre enfrascadas en una lucha permanente y que la crueldad —lo que los creyentes llaman el pecado o el mal— forma parte de ella, pero que, aún así, la vida es y puede ser hermosa, creativa, intensa y trascendente. Prohibir los toros no disminuirá en lo más mínimo esta verdad y, además de destruir una de las más audaces y vistosas manifestaciones de la creatividad humana, reorientará la violencia empozada en nuestra condición hacia formas más crudas y vulgares, y acaso nuestro prójimo. En efecto ¿para qué encarnizarse contra los toros si es mucho más excitante hacerlo con los bípedos de carne y hueso que, además, chillan cuando sufren y no suelen tener cuernos?